"La meticulosidad conduce a menudo a la tiranía" (Rudolf Allers)



lunes, 26 de julio de 2010

DULCE DESAYUNO EN LJUBLJANA

Anna o Irena, da igual, nos vio entrar en la panadería bajo un cartel amarillo. Como los campos de cereales, pensé. El mostrador era lo suficientemente bajo como para dejar ver gran parte de su cuerpo y, por supuesto, su cara.

Llevaba varios días en Ljubljana buscando algo que escribir, así que pensé: ¿Puede un cabello tan rubio casi convertirse en blanco, como una montaña nevada? ¿Y unos ojos tan azules hacer que den ganas de bañarse en ellos como en un día de calor?. Era evidente que no estaba en racha. Me parecieron aproximaciones sin valor a unas palabras que debían merecer aún más la pena. ¿Y puede una nariz tan imperfecta sumar en lugar de restar hasta lograr un conjunto armónico y gracioso?, volví a pensar.

Sí, y más aún cuando la risa no abandona la mirada durante un par de minutos. Lo que se tarda en decidir entre un bollo de queso y un donut de chocolate.

- ¿Esto es queso?- pregunté.
- Excuse me?.
- Cheese – y con las manos hice un gesto para recrear un queso imaginario.
- Oh, yes.

Y dijo algo más mientras nos miraba, pero no se le entendía nada, porque se estaba partiendo de risa. Yo la observaba risueño también porque me volvía a explicar que el bollo era de queso. Pero ya me daba igual lo que había en los mostradores. Un donut, this one, prosim.

Lo volvió a intentar, pero de nuevo estalló su risa ¡Dime!, ¿1,20 euros?. ¡Ah, uno con veinte!. Subía y bajaba la cabeza, dirigida por un boca de dientes blancos, sobre la que reposaba una nariz imperfecta, bajo unos ojos en los que me bañaría en una tarde de calor, para luego secarme tumbado en la ladera de una montaña nevada donde crecen campos de cereales.

Todo ocurrió así de rápido. El donut estaba realmente bueno, creo que volveré mañana. Pensé.

MIGAS Y HORMIGAS

Hace mucho tiempo que las hormigas decidieron trasladarse a la grieta que se abre entre el número 8 de la calle Claudio Coello y la acera, justo al otro lado del subterráneo que comunica con el Parque del Retiro, su antigua morada. La razón fue puramente práctica. La panadería contigua al nuevo hormiguero les suministra a diario sobras que nunca se agotan y para las que apenas hay que recorrer dos metros de distancia.

-Eso es el progreso, pero la pregunta es ¿cuánto estamos dispuestos a pagar por ello? –se pregunta un hombre.

Con el periódico en la mano y blandiendo una barra de pan en la otra, dibuja una interrogación en el viento, mientras otro, frente a él, le da la razón con sutiles movimientos de cabeza y con más silencios que palabras. Sin prisa, ambos hablan del cambio climático, sobre la necesidad de ponerse en marcha cuanto antes, ya que el tiempo apremia.

A sus pies, una hormiga con la boca hambrienta de bollería industrial (vaya invento, piensa su ser más desarrollado) y las antenas en nervioso movimiento espera ansiosa a que caiga alguna miga. Al rato, mientras pierde la esperanza, escucha el impulso de su propia naturaleza y, como cada día, corre a cruzar el subterráneo para reencontrarse con el parque.

Por fin, recorre la distancia oscura y sale al exterior en El Retiro. Pero, antes de avanzar un poco más, se queda mirando las copas de los árboles y trata de destilar una emoción. Dejémosla pensar.

Ya de vuelta, la hormiga se siente satisfecha de su escapismo. Saborea el bálsamo que proporciona dar rienda suelta a lo más primitivo y sucumbir al poder de los instintos, nos lleven donde nos lleven. Es duro subir la rampa del subterráneo antes de llegar al hormiguero.

La hormiga se percata de que aquellos hombres siguen allí, y uno, barra de pan en mano, sostiene que lo del desarrollo sostenible de las ciudades hay que empezar a tomárselo en serio, antes de que sea demasiado tarde. Ella hace una última parada para ver si le caen algunas migajas. Al parecer el calentamiento global ya se está haciendo notar y no hay tiempo que perder. Menos mal que aún existen parques como El Retiro, auténticos pulmones para los urbanitas.

Esta vez la hormiga no espera tanto tiempo y prefiere seguir rumbo a casa. Antes de entrar por la grieta de la ciudad se detiene un momento en un último esfuerzo por sublimar la emoción que en cada ocasión le produce el trayecto. El caso es que cuando sale del subterráneo al Retiro se siguen oyendo los coches, pero cuando vuelve a emerger en Claudio Coello ya no se escuchan los pájaros.