"La meticulosidad conduce a menudo a la tiranía" (Rudolf Allers)



lunes, 19 de diciembre de 2011

TE OLVIDO, OLVIDO, OLVI...

Luciano volvió de la compra sin el bote de albahaca. También sin el de tomate triturado, pero sin el de albahaca, y aquello irritó a su mujer como una quemadura de aceite.

- ¡Pero si te lo he dicho cien millones de veces! La albahaca, la albahaca, ¡te lo he repetido antes de que salieras por la puerta!
- Mira, que quieres que te diga, no soporto la albahaca. ¡Ya está bien con las dichosas hierbas! ¡que parecemos cabras, coño!
- ¿Y el tomate? –insistió ella- ¿tampoco lo soportas?
- ¡El tomate se había acabado! Pero si quieres bajas al supermercado y lo compruebas tú misma, que es muy fácil mandar a otro a hacer los recados y luego criticar.
- Vale pues mañana bajo yo, eso sí, vete pensando entonces que vas a hacer para Comer mientras estoy fuera.

Pilar era un manantial de paciencia, pero empezaba a agotarse. Atrás quedaban cuarenta y cinco años de matrimonio, que se dice pronto, pero de los que recordaba hasta el más mínimo detalle. Podría poner cada uno de ellos sobre un papel como un apuntador que no deja pasar una coma, y no porque hubiera sufrido durante todo ese tiempo, sino por todo lo contrario. Porque ahora echaba las cuentas de los momentos más felices y los buscaba con añoranza en los platos que secaba, en el suelo que barría o en los programas de televisión que miraba sin prestar atención.

Se conocieron cuando él estudiaba para ingeniero de obras públicas en Valladolid. Una tarde él se acercó a comprar cartulinas y lápices a la papelería de la familia de Pilar y se encontró con ella al otro lado del mostrador. Apenas hablaron, pero desde entonces Luciano no fue a otra papelería y parecía comprar más material del necesario. El padre de Pilar la animaba.

- Hazle caso muchacha –le decía- que va a ser ingeniero y te mira con buenos ojos.

Qué antiguo sonaba todo eso ahora. El caso es que acabaron estrechando su relación en la dirección de los designios paternos. Todas las calles de Valladolid les vieron pasear y cada taberna tomar vino. También en medio de los heladores inviernos, como si la nieve que se posaba en las calles hiciera las veces de un canal en Venecia. Una vez hubo acabado su formación, Luciano le propuso a Pilar que se casaran y se fueran juntos a la capital para formar allí una familia. Ella no lo dudó dos veces y aceptó.

Una vez casados en Valladolid, marcharon hacia Madrid y se instalaron en un pisito humilde de las afueras. Luciano pronto encontró trabajo en la obra pública, pero ella se dedicó a sus labores. Él medró y ganaba lo suficiente como para alimentar a los tres hijos que fueron llegando con el paso de los años. Sin embargo, el trabajo le comía todo el tiempo y además, al llegar cansado a casa, prefería no comentar ni siquiera cómo había ido el día, algo que siempre incomodó a Pilar, pues le hacía sentir que su vida en común sufría una especie de vía de agua.

Sin embargo, antes de acostarse, Luciano la acariciaba la cara y la ahogaba en besos que a ella le hacían olvidar otros silencios.

Durante últimos años la vía de agua parecía haber crecido más y más. Aquel difuso sentimiento ahora arrebataba el corazón de Pilar. Luciano se había jubilado y ya no podía echarle las culpas a los proyectos ni a las obras. Sólo quedaba ella al otro lado de sus abismales desencuentros.

Cierto día, cuando Luciano y Pilar salían del cine, una de las pocas veces que iban, ella se ofreció a acompañarle a buscar el coche, pero él, como pensando en otra cosa, se negó frunciendo el ceño. Pilar no quiso insistir, así que le dejó marchar solo y se quedó esperando. Después de casi una hora, Luciano apareció sentado al volante. Cuando Pilar le preguntó el motivo de tanta tardanza él se limitó a decir que se había entretenido, sin más. Quizás exageraba, como ahora con el bote de albahaca, pero no podía evitar encontrar en cada uno de esos detalles un pequeño sumidero por el que se perdían los días felices.

Sus hijos consolaban a Pilar y le decían que los hombres a ciertas edades se vuelven más ariscos y más suyos. Pero ella no lo veía tan claro.

- Al menos, últimamente cuando discutimos y se encierra en sí mismo acaba regalándome un ramo de flores, como si quisiera arreglarlo todo así - les decía como para evitarles mayores sufrimientos también a ellos.

Pero hacía poco había ocurrido algo que había hecho saltar todas las alarmas. Luciano colgó el teléfono del cuarto de estar y apareció por el salón con el gesto taciturno de otras veces. Pilar le preguntó con quien había hablado, como quien hace una pregunta más.

- Era...Antonio – dijo Luciano titubeante.
- Ah ¿y qué tal le va?
- Bien, bien.
- Bueno, pero te habrá dicho algo más que eso...- le dejó caer.
- Me ha estado contando que se va unos días con la familia.
- ¿A dónde?
-…
- Luciano, que a dónde tiene pensado ir Antonio.
-…a…a…Gandía.

Pilar lo dejó pasar, pero las dudas de Luciano no le hacían pensar nada bueno. Estaba segura de que al otro lado del teléfono no estaba Antonio, ya que era el vecino del segundo, y era raro que para hablar con él le llamara a casa.

A las tres semanas Pilar se encontró fortuitamente con Antonio en la cola de la tintorería y la pregunta fue obligada.
- Si yo no he estado en Gandía, me fui con mis hijos y mis nietos a Asturias- respondió Antonio.

Tampoco había hablado por teléfono con Luciano. Al llegar a casa, Pilar, entre llantos, le pidió explicaciones como nunca lo había hecho, pero él, casi inexpresivo, se limitó a repetirle una y otra vez que no se metiese en sus asuntos.

Después de todo aquello, la albahaca y el tomate no eran para tanto, pero sí una especie de grano de sal sobre una yaga que nunca cicatriza. La paciencia de Pilar ya estaba dolorida y Luciano parecía insensibilizado y metido en un mundo propio y exclusivo.

- Pues me hago yo la comida, coño. Que todo son broncas en esta casa desde que nos casamos.
- No digas eso Luciano…¡¿Qué haces?!..¡¿Dónde vas?!

Luciano había cerrado la puerta de la calle y se había ido. Pilar se quedó mirando por la ventana a ver si le veía, secándose las lágrimas y con la barbilla temblando y arrugada.

Luciano, enfundado en un pantalón de vestir y una camisa blanca, salió casi corriendo del portal mirando al suelo. Quería marcharse lejos, muy lejos. Tras andar un rato sin una dirección concreta se paró antes las pesadas puertas de cristal del metro y decidió entrar.

En las escaleras mecánicas que bajaban a las taquillas empezó a notar de nuevo esa sensación extraña. No sentía mareos, ni cosquilleos, ni otras de esas premoniciones enfermizas. Era solo ese vacío. Lo sentía con más intensidad cuando por fin entró en el hall de la estación y se quedó de pie mirando a su alrededor sin saber qué hacer. En las paredes había colocado una fila de máquinas con botones que parecían fotomatones, pero sin cavidad alguna. Los tornos ya no eran como los de antes, ahora tenían mil ranuras por donde la gente metía un papel y luego lo sacaba por otra rendija, y las puertas se abrían y se cerraban solas, y ¿de dónde sacaban esos papelitos?.

La gente andaba veloz y manipulaba aquellos artilugios como autómatas. Luciano se cruzaba con la gente y sentía que le miraban de manera extraña, como viendo a alguien que no está en el lugar adecuado. Sintió que sus movimientos eran torpes, más lentos de lo normal. Sintió ganas de echarse a llorar como un niño. Allí mismo, entre la gente. Pero decidió irse a una de las esquinas del hall. Allí, solo, no pudo evitar que una lágrima cargada de rabia cogiera el cauce de sus arrugas. Y miró hacia arriba, buscando un cielo que le diera una explicación a tanta angustia.

Esperó unos minutos. Luego se secó la cara con la manga de la camisa y respiró hondo antes de echar a andar. Para disimular, miró su reloj como si alguien se retrasara y más que nunca sintió la necesidad de salir de aquel caos que parecía a punto de engullirle.

Alcanzó otra vez la calle como quien escapa en un sueño de una manada de lobos y respiró el aire fresco. Pero ¿el aire de dónde. Permanecía el vacío. Aquellas calles no eran las suyas, no recordaba aquellos árboles y los edificios eran mucho más altos que cuando estudiaba ¿en Valladolid?

De pronto, un tipo alto, con gafas finas y la cara afilada se le acercó por detrás y le pasó la mano por la espalda, algo que le produjo un sobresalto aún mayor.

- ¿Qué tal Luciano?- dijo el hombre con tono paternal.
- Hola.
- ¿A dónde ibas?
- Venía de hacer unos recados, nada importante, y salía de aquí (señalaba a la boca de metro) para ir a casa.
- Ah, ¿vas a casa?, pues entonces te acompaño, voy para allá también.

Luciano le seguía sin saber a quien tenía al lado ni mucho menos por donde caminaban.

- Por cierto, Luciano, pues no me dice el otro día tu mujer que qué tal por Gandía, pero chico si sabes que todos los años tiro para el norte.
-Lo siento, no sé en qué estaba pensando. Supongo que me confundí de persona.
- A si que venías en metro…
- Sí, oye ¿qué moderno, verdad?
- ¿Moderno?, pero si todos esos artilugios tienen ya tres o cuatro años. Al ritmo que va esto cualquier día los cambian. Ya lo verás…

De camino, Luciano dejaba hacer y decir a su vecino, al que empezó a sentir poco a poco con mayor familiaridad. Su voz, sus gestos. En una palmada en la espalda que duró menos que un instante todo se hizo algo más suyo. Todo había pasado otra vez. Una esquina antes de llegar a su casa, Luciano paró un momento y compró en una floristería un ramillete de claveles. Antonio le miraba con admiración, quizá él debería tener un detalle de esos de vez en cuando. Luego entraron en el portal y se despidieron. Antonio subió por las escaleras y Luciano por el ascensor. Cuando llegó a la puerta decidió volver a bajar a por un poco de albahaca.