"La meticulosidad conduce a menudo a la tiranía" (Rudolf Allers)



lunes, 19 de diciembre de 2011

TE OLVIDO, OLVIDO, OLVI...

Luciano volvió de la compra sin el bote de albahaca. También sin el de tomate triturado, pero sin el de albahaca, y aquello irritó a su mujer como una quemadura de aceite.

- ¡Pero si te lo he dicho cien millones de veces! La albahaca, la albahaca, ¡te lo he repetido antes de que salieras por la puerta!
- Mira, que quieres que te diga, no soporto la albahaca. ¡Ya está bien con las dichosas hierbas! ¡que parecemos cabras, coño!
- ¿Y el tomate? –insistió ella- ¿tampoco lo soportas?
- ¡El tomate se había acabado! Pero si quieres bajas al supermercado y lo compruebas tú misma, que es muy fácil mandar a otro a hacer los recados y luego criticar.
- Vale pues mañana bajo yo, eso sí, vete pensando entonces que vas a hacer para Comer mientras estoy fuera.

Pilar era un manantial de paciencia, pero empezaba a agotarse. Atrás quedaban cuarenta y cinco años de matrimonio, que se dice pronto, pero de los que recordaba hasta el más mínimo detalle. Podría poner cada uno de ellos sobre un papel como un apuntador que no deja pasar una coma, y no porque hubiera sufrido durante todo ese tiempo, sino por todo lo contrario. Porque ahora echaba las cuentas de los momentos más felices y los buscaba con añoranza en los platos que secaba, en el suelo que barría o en los programas de televisión que miraba sin prestar atención.

Se conocieron cuando él estudiaba para ingeniero de obras públicas en Valladolid. Una tarde él se acercó a comprar cartulinas y lápices a la papelería de la familia de Pilar y se encontró con ella al otro lado del mostrador. Apenas hablaron, pero desde entonces Luciano no fue a otra papelería y parecía comprar más material del necesario. El padre de Pilar la animaba.

- Hazle caso muchacha –le decía- que va a ser ingeniero y te mira con buenos ojos.

Qué antiguo sonaba todo eso ahora. El caso es que acabaron estrechando su relación en la dirección de los designios paternos. Todas las calles de Valladolid les vieron pasear y cada taberna tomar vino. También en medio de los heladores inviernos, como si la nieve que se posaba en las calles hiciera las veces de un canal en Venecia. Una vez hubo acabado su formación, Luciano le propuso a Pilar que se casaran y se fueran juntos a la capital para formar allí una familia. Ella no lo dudó dos veces y aceptó.

Una vez casados en Valladolid, marcharon hacia Madrid y se instalaron en un pisito humilde de las afueras. Luciano pronto encontró trabajo en la obra pública, pero ella se dedicó a sus labores. Él medró y ganaba lo suficiente como para alimentar a los tres hijos que fueron llegando con el paso de los años. Sin embargo, el trabajo le comía todo el tiempo y además, al llegar cansado a casa, prefería no comentar ni siquiera cómo había ido el día, algo que siempre incomodó a Pilar, pues le hacía sentir que su vida en común sufría una especie de vía de agua.

Sin embargo, antes de acostarse, Luciano la acariciaba la cara y la ahogaba en besos que a ella le hacían olvidar otros silencios.

Durante últimos años la vía de agua parecía haber crecido más y más. Aquel difuso sentimiento ahora arrebataba el corazón de Pilar. Luciano se había jubilado y ya no podía echarle las culpas a los proyectos ni a las obras. Sólo quedaba ella al otro lado de sus abismales desencuentros.

Cierto día, cuando Luciano y Pilar salían del cine, una de las pocas veces que iban, ella se ofreció a acompañarle a buscar el coche, pero él, como pensando en otra cosa, se negó frunciendo el ceño. Pilar no quiso insistir, así que le dejó marchar solo y se quedó esperando. Después de casi una hora, Luciano apareció sentado al volante. Cuando Pilar le preguntó el motivo de tanta tardanza él se limitó a decir que se había entretenido, sin más. Quizás exageraba, como ahora con el bote de albahaca, pero no podía evitar encontrar en cada uno de esos detalles un pequeño sumidero por el que se perdían los días felices.

Sus hijos consolaban a Pilar y le decían que los hombres a ciertas edades se vuelven más ariscos y más suyos. Pero ella no lo veía tan claro.

- Al menos, últimamente cuando discutimos y se encierra en sí mismo acaba regalándome un ramo de flores, como si quisiera arreglarlo todo así - les decía como para evitarles mayores sufrimientos también a ellos.

Pero hacía poco había ocurrido algo que había hecho saltar todas las alarmas. Luciano colgó el teléfono del cuarto de estar y apareció por el salón con el gesto taciturno de otras veces. Pilar le preguntó con quien había hablado, como quien hace una pregunta más.

- Era...Antonio – dijo Luciano titubeante.
- Ah ¿y qué tal le va?
- Bien, bien.
- Bueno, pero te habrá dicho algo más que eso...- le dejó caer.
- Me ha estado contando que se va unos días con la familia.
- ¿A dónde?
-…
- Luciano, que a dónde tiene pensado ir Antonio.
-…a…a…Gandía.

Pilar lo dejó pasar, pero las dudas de Luciano no le hacían pensar nada bueno. Estaba segura de que al otro lado del teléfono no estaba Antonio, ya que era el vecino del segundo, y era raro que para hablar con él le llamara a casa.

A las tres semanas Pilar se encontró fortuitamente con Antonio en la cola de la tintorería y la pregunta fue obligada.
- Si yo no he estado en Gandía, me fui con mis hijos y mis nietos a Asturias- respondió Antonio.

Tampoco había hablado por teléfono con Luciano. Al llegar a casa, Pilar, entre llantos, le pidió explicaciones como nunca lo había hecho, pero él, casi inexpresivo, se limitó a repetirle una y otra vez que no se metiese en sus asuntos.

Después de todo aquello, la albahaca y el tomate no eran para tanto, pero sí una especie de grano de sal sobre una yaga que nunca cicatriza. La paciencia de Pilar ya estaba dolorida y Luciano parecía insensibilizado y metido en un mundo propio y exclusivo.

- Pues me hago yo la comida, coño. Que todo son broncas en esta casa desde que nos casamos.
- No digas eso Luciano…¡¿Qué haces?!..¡¿Dónde vas?!

Luciano había cerrado la puerta de la calle y se había ido. Pilar se quedó mirando por la ventana a ver si le veía, secándose las lágrimas y con la barbilla temblando y arrugada.

Luciano, enfundado en un pantalón de vestir y una camisa blanca, salió casi corriendo del portal mirando al suelo. Quería marcharse lejos, muy lejos. Tras andar un rato sin una dirección concreta se paró antes las pesadas puertas de cristal del metro y decidió entrar.

En las escaleras mecánicas que bajaban a las taquillas empezó a notar de nuevo esa sensación extraña. No sentía mareos, ni cosquilleos, ni otras de esas premoniciones enfermizas. Era solo ese vacío. Lo sentía con más intensidad cuando por fin entró en el hall de la estación y se quedó de pie mirando a su alrededor sin saber qué hacer. En las paredes había colocado una fila de máquinas con botones que parecían fotomatones, pero sin cavidad alguna. Los tornos ya no eran como los de antes, ahora tenían mil ranuras por donde la gente metía un papel y luego lo sacaba por otra rendija, y las puertas se abrían y se cerraban solas, y ¿de dónde sacaban esos papelitos?.

La gente andaba veloz y manipulaba aquellos artilugios como autómatas. Luciano se cruzaba con la gente y sentía que le miraban de manera extraña, como viendo a alguien que no está en el lugar adecuado. Sintió que sus movimientos eran torpes, más lentos de lo normal. Sintió ganas de echarse a llorar como un niño. Allí mismo, entre la gente. Pero decidió irse a una de las esquinas del hall. Allí, solo, no pudo evitar que una lágrima cargada de rabia cogiera el cauce de sus arrugas. Y miró hacia arriba, buscando un cielo que le diera una explicación a tanta angustia.

Esperó unos minutos. Luego se secó la cara con la manga de la camisa y respiró hondo antes de echar a andar. Para disimular, miró su reloj como si alguien se retrasara y más que nunca sintió la necesidad de salir de aquel caos que parecía a punto de engullirle.

Alcanzó otra vez la calle como quien escapa en un sueño de una manada de lobos y respiró el aire fresco. Pero ¿el aire de dónde. Permanecía el vacío. Aquellas calles no eran las suyas, no recordaba aquellos árboles y los edificios eran mucho más altos que cuando estudiaba ¿en Valladolid?

De pronto, un tipo alto, con gafas finas y la cara afilada se le acercó por detrás y le pasó la mano por la espalda, algo que le produjo un sobresalto aún mayor.

- ¿Qué tal Luciano?- dijo el hombre con tono paternal.
- Hola.
- ¿A dónde ibas?
- Venía de hacer unos recados, nada importante, y salía de aquí (señalaba a la boca de metro) para ir a casa.
- Ah, ¿vas a casa?, pues entonces te acompaño, voy para allá también.

Luciano le seguía sin saber a quien tenía al lado ni mucho menos por donde caminaban.

- Por cierto, Luciano, pues no me dice el otro día tu mujer que qué tal por Gandía, pero chico si sabes que todos los años tiro para el norte.
-Lo siento, no sé en qué estaba pensando. Supongo que me confundí de persona.
- A si que venías en metro…
- Sí, oye ¿qué moderno, verdad?
- ¿Moderno?, pero si todos esos artilugios tienen ya tres o cuatro años. Al ritmo que va esto cualquier día los cambian. Ya lo verás…

De camino, Luciano dejaba hacer y decir a su vecino, al que empezó a sentir poco a poco con mayor familiaridad. Su voz, sus gestos. En una palmada en la espalda que duró menos que un instante todo se hizo algo más suyo. Todo había pasado otra vez. Una esquina antes de llegar a su casa, Luciano paró un momento y compró en una floristería un ramillete de claveles. Antonio le miraba con admiración, quizá él debería tener un detalle de esos de vez en cuando. Luego entraron en el portal y se despidieron. Antonio subió por las escaleras y Luciano por el ascensor. Cuando llegó a la puerta decidió volver a bajar a por un poco de albahaca.

jueves, 20 de octubre de 2011

TIEMPO DE DESCUENTO

El hombre de la corbata marrón y el pelo canoso, tan canoso, se limpia la boca con una servilleta de papel arrugada. Después tintinean los hielos de su copa de anís mientras se la lleva a los labios secos en un movimiento de pretendida vitalidad. Habla con el camarero, que parece estar más concentrado en el trapo con el que saca brillo a un vaso.

- Chico, ¿cuánto queda?- le pregunta.
- Unos diez minutos, más lo que descuente el árbitro.

Lanza su mirada a lo largo del bar. Por más que se esfuerza no logra enfocar los números en la pantalla. Pero sabe que su equipo ya lleva seis goles, aunque juega fuera de casa. Era una salida difícil y por el bar corre la cerveza.

En silencio, mira a los chavales. Sus gritos y su forma de tirarse de los pelos le sirven para saber si su equipo ataca o defiende. Los jugadores corren desfigurados por la mancha verde que es el campo. El balón desciende por las cataratas de sus ojos. Todos los chavales quieren más goles. Andan sedientos de todo.

- Ya da igual uno más que uno menos. Está ganado – comenta por si alguien le quiere escuchar.

Aprovecha una pasada del camarero para pedirle algo de picar. Le pone unas patatas ali-oli. Coge un palillo escuálido. Parece la lanza de un pequeño hombre de la selva. Lo piensa y se queda el pensamiento para él solo. Las patatas están muy buenas. Los chicos gritan, casi llega el séptimo.

- Chico, ¿Cuánto queda?
- Dos minutos, más lo que añada el árbitro – responde el camarero absorto en otro vaso.

El hombre de la corbata marrón y el pelo tan canoso cabecea.

- Esto está acabado. Ya no sirve de nada jugar – dice – Me pones más patatas de esas. Están muy buenas. Si hace falta las pago. Me da igual.

Los chicos siguen alterados. Quieren más goles. Y encima su equipo acaba de encajar uno. A dos minutos del final, más el añadido.

- Ya da igual. Está todo hecho.
- No es lo mismo ganar 0-6 que 1-6- le dice un chico que se ha dado la vuelta al escucharle.
- Da igual. El tiempo de descuento es una tontería. El partido está acabado.

lunes, 18 de julio de 2011

SAX PUB

El día está nublado, pero hace un calor agradable entre tanta vegetación en esta parte del río. He intentado leer unas páginas, pero hay demasiadas distracciones aún más poderosas que Chesterton, empezando por el propio hecho de estar aquí.

El humo de un cigarrillo ha tirado de mí fuera de las letras, como el anzuelo que se clava irremediablemente en el paladar del pez. El hombre fuma mientras lee el periódico. Cuando llegué aquí, era el único que estaba sentado con su café en esta terraza.

Pero también huele a árbol y a humedad. Y a cerveza, la que paladeo ahora que por fin se ha ido el sabor que dejó el último trago de la leche de esta mañana. Mi boca necesitaba ese frescor de la cerveza para empezar de verdad el día.

Y parece que mis manos también lo buscan en el tacto de las páginas y del tocón que hace las veces de mesa y del banco de madera en el que me siento y de la piedra de esta pared que me acoge.

Cuando me lleno de todo ello, me concentro en las notas de jazz que salen por la puerta y llegan hasta mis oídos. Sólo me sale decir grande Chet, grande.

Las montañas al fondo me llevan la vista más allá, luego la atrae la gente que pasa por la orilla de la terraza y al fin una mujer morena, con unas enormes gafas de sol, que se estira la camiseta blanca al sentarse. Un pañuelo de cuadros grises y blancos acaricia su cuello y me digo que yo podría hacerlo mejor.

Es hora de irse. Me pasaría la vida entera en la terraza del Sax Pub viendo cómo ella me pasa a mi. Cogeré la bici y pedalearé lo más rápido que pueda para ver si me puedo confundir con el viento.

jueves, 23 de junio de 2011

GRISAELLA ISABELAE

Mi abuelo amaba las mariposas como, entonces, le amaba yo a él. De espaldas anchas, hasta parecía esconder un par de alas bajo la chaqueta. En nuestra cita diaria con el bosque, se apoyaba en su bastón y con los ojos protegidos por un raído sombrero de ala ancha, me hablaba de los lepidópteros.

Conocía sus nombres científicos y cuando los recitaba parecía un mago lanzando conjuros: Papillo Linneaus, Iphiolides Podalicios, Incidis io Linneo, Zagris Eupheme Esper. Yo le escuchaba. También en sus prolongados y reflexivos silencios en los que sólo dejaba escapar una espesa respiración. Fue en uno de los últimos días de agosto cuando vimos posada sobre el tronco de un árbol una Grisaella Isabelae, la reina de las mariposas. Grande como una mano, con forma de cometa y de color verde.

Los dos nos quedamos mirándola. Yo sabía qué mariposa era, me había hablado de ella durante todo el verano. La reconocerás nada más verla, me había dicho. Cuatro ocelos y dos antenas con forma de cepillo. Ahora estaba allí, no había duda. No había otra mariposa como esa. Como había hecho otras tantas veces la fui a coger. Pero esta vez él me detuvo poniéndome con rapidez el bastón en el pecho.

Permanecimos clavados firmemente sobre la tierra. Notaba su pulso a través del bastón. Su tensión me inquietaba. Después de unos instantes, en los que no me atreví a decir nada, aquella estaca de madera comenzó a temblar levemente sobre mi camiseta. Trémulo, el pulso de mi abuelo se desarbolaba. Pensaba que la emoción de ver aquella mariposa le estaba desbordando.

Pero ni aquella mariposa ni yo nos dimos cuenta hasta que todo había acabado. El bastón voló. Con un ágil movimiento, mi abuelo la reventó y estampó un colorido sello en el árbol. El estruendo de ambas maderas chocando se propagó con eco por el bosque. Yo me quedé sin respiración. Aún en silencio, mi abuelo se recolocó la chaqueta sobre los hombros y con la mirada ardiente me pidió que nunca hablara de aquello con nadie. Luego, de camino a casa me fue recitando más y más nombres de mariposas, como un mago lanzando maldiciones.

lunes, 23 de mayo de 2011

LA CRISIS ANUMÉRICA

1 de enero de 2009

En el despacho del más alto mandatario de una institución monetaria la temperatura es agradable y huele a café recién hecho. Está sentado ante una mesa en cuyos bordes reposan papeles meticulosamente ordenados, llenos de números largos como gusanos. El respaldo del sillón, de cuero negro y brillante, sobresale por encima de su cabeza, mientras afuera los barrenderos adecentan las calles vacías del año nuevo. Juguetea con un bolígrafo, pero no tiene ningún papel delante porque sólo está pensando. En el fondo ya tiene decidido que no va a hacer nada, ahora sólo busca razones que sostengan esa voluntad. Se dice a sí mismo que ya se han puesto en los mercados muchos millones para ver si, como la sangre o la savia, dan vida al cuerpo moribundo. Piensa que nadie puede esperar que una sola persona sea capaz de sostener ella sola un sistema que ha fallado a todos los niveles y que, por su propia naturaleza, debería remontar el vuelo con sus propias alas. Piensa que, por el contrario, corre el riesgo de pasar a la posteridad como el responsable de la quiebra más escandalosa de la historia reciente, que es mejor dejar las cosas estar un tiempo y no dilapidar a fondo perdido la solvencia de algo que nunca debería ser insolvente, aún a sabiendas de que, si todo sale bien, la cosa podría dar el giro necesario. ¿Qué pasaría si se demostrase que Dios se ha equivocado aunque sólo fuera una vez? Hasta Dios deja estar de vez en cuando. También sabe que todo esto puede pensarlo mañana, pero se recuerda que en su día prometió no descansar un solo minuto y se convence de que allí sentado es lo que está haciendo sin que nadie pueda reprocharle nada.

2 de enero de 2009

Es día de vuelta al trabajo, pero ¿qué trabajo? El presidente del más prestigioso banco de un país europeo, y de sus tentáculos continentales, es consciente de que, de momento, no habrá más ayudas de los de arriba. Las anteriores se han disuelto como las primeras gotas de lluvia sobre un terreno yermo y sediento. El dinero llovido del cielo se ha perdido por las grietas abiertas al otro lado del mundo. No se puede hacer nada salvo cerrar la casa con cerrojo y esperar a que pase el invierno. Es mejor no conceder un crédito más, aunque lo pidan aquellos que podrían devolverlo con un pestañeo. Nadie sabe que el vellocino de oro pasa por horas bajas. Si se supiese cundiría el pánico y eso sería malo para todos, se perdería la fe. Es mejor esperar y minimizar el riesgo. Si al menos el Estado pusiese algo de su parte…pero si lo hiciera, o con sólo insinuarlo, estaría dando entender que la cosa es más grave de lo que se cuenta. El presidente tampoco se atreve a pedirlo, al final todo se acaba sabiendo y un murmullo anumérico puede ser más letal que una mala estadística. Es mejor dar la orden de cerrar las compuertas y mirar por la ventana desde el piso 21 a ver qué pasa.

3 de enero de 2009.

El presidente del primer banco nacional ha vuelto a recibir la misma respuesta de los últimos meses: No. No porque nadie confía en él pese a que su solvencia está más que probada. Sabe muy bien que ha llegado la hora de pagar por los pecados cometidos. Que algunos hayan construido un imperio a base de ladrillos a medio secar no le resta culpa, porque él mismo les vendió el barro. Por eso mira las obras de arte que a cuenta de la obra social hay en su despacho y piensa si acabará teniendo que venderlas y si hay alguien que pueda comprarlas sin tener que pagarlas a plazos. Al menos tiene claro que si a él no le dan de beber tampoco puede dar de beber al sediento y eso le tranquiliza. Debe ser el Estado el que abra las compuertas, aunque eso, lo sabe bien, sea hacerle partícipe de una culpa que no es suya. Lo malo es que, aunque así fuese, el agua tardaría en llegar a sus jardines, por lo que todo esfuerzo no sería más que flor de un día. Es hora de llamar por teléfono a sus clientes de toda la vida y decirles que esta vez tampoco y que mejor se lo pidan a quien ya saben. Antes eso que jugársela a ver si la gente responde.

4 de enero de 2009

El presidente de la empresa acaba de colgar el teléfono y se pone en pie. Se gira y mira por la ventana. Aquellas vistas son prodigiosas. Un enjambre de personas van y vienen. Desde allí no se puede ver su ansiedad, por eso mejor no acercarse. Mientras se sube el pantalón y se ajusta los tirantes mira al suelo y se da cuenta de que nunca ha estado sobre esa porción de moqueta. Parece que ahora toca conquistar nuevos espacios, aunque no sabe muy bien cuales. Por lo pronto, si todo es cuestión de confianza, como le acaba de decir el presidente del banco con el que hablaba, será mejor dar tranquilidad. Por eso, la prioridad ahora es no permitir que los próximos resultados reflejen la menor caída de los beneficios. Así que si el dinero no entra al menos habrá que asegurarse de que no salga. Eso es lo que le dirá esta misma tarde a su consejo de administración, que tiene tan pocas ganas como él de empezar a coger el metro en lugar del coche de la empresa. Esta misma tarde encargará que le elaboren la lista, no harán falta nombres y apellidos, no hay por qué hilar tan fino, sería hasta indigno.

5 de enero de 2009

Antonio se ha presentado en recursos humanos. Querejeta le dice que espere mientras abre la agenda y repasa con el dedo una serie de asuntos apuntados en la casilla del 5 de enero. Después coge el teléfono: Hola señor, le llamaba para decirle que ahora mismo haré efectiva su orden y para felicitarle…es el cumpleaños de su hija ¿no? Tras esta breve conversación tacha una de las tareas del día y se dirige a Antonio, que se recompone la camisa. Todo se resume en un sobre y en un léalo atentamente y si tiene alguna duda consúlteme. Antonio sabe de qué se trata porque a dos compañeros, de los de siempre, les acaban de dar un sobre igual. Además de la rabia, le pasa por la cabeza una extraña sensación de arrepentimiento por la comida de los miércoles en el restaurante caro de la zona, el capricho de los miércoles. También le sobrevuela la duda de si marcharse ya o esperar a acabar la jornada.

6 de enero de 2009

Samuel aún está frotándose las legañas y poniéndose las zapatillas. Hace frío. En el salón le esperan Antonio y Ángeles cogidos de la mano. Anoche ya se lo dijeron todo, estaban de acuerdo en que había sido mejor ser previsores porque sus malos augurios se han cumplido. Nada más llegar al salón Samuel se tira al suelo delante de tres paquetes coronados por un lazo. En seguida empieza a desenvolver cada uno de ellos. Primero el libro de adivinanzas, luego un montón de calcetines con estampados de animales y finalmente un globo terráqueo deshinchado. Samuel les mira con los ojos algo confusos. ¿Y el coche teledirigido? ¿Y el fuerte y los indios? ¿Y la equipación de su equipo preferido? Antonio y Ángeles se agarran más fuerte mientras él dice que el globo lo hincha ahora mismo con una bomba que tiene en el altillo. Ángeles trae el roscón y le pide a Antonio que lo corte. Al primer tajo aparece el haba. Vaya –dice Ángeles con un tono forzado—te ha vuelto a tocar pagar a ti. Siempre pagamos los mismos, responde él. En el suelo, Samuel sigue con el globo terráqueo deshinchado entre las manos, como esperando que alguien lo hinche de una vez, mientras lo mira con la mirada del único que no entiende nada.

Dedicado al Movimiento 15-M

viernes, 22 de abril de 2011

BLUE

Esta es la primera entrada que escribo directamente en el blog. No soy un blogero, esa es la verdad. Pero no por eso tienen menos urgencia estas letras. Están sonando de fondo los Jayhawks, eso demuestra que no miento.

Era sólo para decir algo que mi garganta barrunta hace unos cuantos meses. La verdad --quiero que todo el mundo sepa que cuando digo la verdad es que quiero decir la verdad-- pues eso, que la verdad está escrita en las paredes del baño del Templo del Gato.

Todo el mundo sabe que alguien con un par de copas de más es alguien sincero. Pues imaginémosle con un bolígrafo, un cigarrillo y una pared de cuatro metros cuadrados o algo más delante de sí. Tantos baldosines en los que escribir.

Tantos años y nunca me había puesto nada. Es la pintada que más me pone los pelos de punta. Me parece tremendo que alguien selle de esa manera la primera esnifada de su vida. Otra pintada habla de Lorca. Otra es una oda a la amistad, otra a la necesidad de sentirse vivo (eso me parece cuando la leo), otra es un chiste fácil. Otra es un violín. Sí, que pasa, es un violín.

Esta noche he invitado a una chica a que entre en los baños del Templo del Gato. Al de los tíos. Le ha gustado más que el de las chicas. Sé que tiene razón. He entrado allí, me ha invitado. Ha sido bonito ese intercambio de intimidades.

Esta noche se acostará sabiendo que la verdad está escrita en la paredes del baño de los tíos del Templo del Gato. Yo he estado allí. Y me gustan los Jayhawks. Algún día escribiré el estribillo de Blue en esas paredes. De verdad.

lunes, 7 de marzo de 2011

NIDO DE GORRIONES

Esta mañana desperté arropado hasta las cejas, pero el último recuerdo que tengo de la noche anterior es el de estar medio dormido en un parque, bajo unos árboles. Las cañas de los viernes en el bar de debajo de la oficina a veces se complican. No tengo ni idea de cómo llegué a casa, ni de quien me quitó el traje, aunque puede que me ayudara el becario nuevo. Fui el único que le dirigió la palabra, aunque fuera para torturarle ronda tras ronda con mis batallitas.

El caso es que el sol del mediodía que entraba por la ventana me despertó y nada más abrir los ojos noté un sabor muy agrio en la lengua. Algo realmente repugnante. A trompicones me fui corriendo al baño. Rodeado de azulejos blancos y delante del espejo, vi que tenía el pelo cardado, como si me lo hubiera untado con resina, y una hoja seca agarrada a la oreja derecha. Por si fuera poco, la barba, más crecida de lo habitual, parecía precipitarse buscando el suelo.

"Tengo que darme una ducha y arreglar esto", pensé. Pero lo más urgente era quitarse ese maldito sabor amargo de entre los dientes. Me seguía atormentando, aunque aún no lo había podido identificar. Cepillo en mano, abrí la boca y en ese momento vi algo ahí dentro que me hizo cerrarla en un gesto instintivo.

Me concentré y noté un pequeño temblor entre la lengua y el paladar. No me atrevía a mirar. Nervioso, apoyé las manos en el lavabo y separé los labios por si podía ver algo entre los dientes. En efecto, tenía un pequeño palito saliendo de entre los incisivos. Pero no me atrevía a mirar. Todo sucedió como si yo no fuera el dueño de mi boca. Tras algo así como un pinchazo, las mandíbulas se me soltaron y vi mi boca abierta de par en par.

El mundo se me vino encima y una especie de mareo me azotó como azota un vendaval.

Un pequeño nido estaba alojado en mi boca, con sus ramitas haciendo un cuenco marrón, con sus restos de plumas enganchadas y con sus cuatro huevecillos calientes. Sólo un pensamiento, el que más temía, el que siempre había temido, cruzó volando mi cabeza: Mierda, voy a ser padre.

Nunca me he sentido preparado para ello. ¿Cómo dar de comer a esas criaturas?¿Cómo cogerlas sin que se caigan? ¿Qué valores inculcarles? ¿No voléis por ese robledal no sea que os hagáis daño? ¿Cómo enseñarles a volar?

Derrumbado, estaba dispuesto a meterme en la cama con la boca cerrada para no salir más, pero al menos una pregunta sí tenía respuesta: ¿De qué especie son mis hijos?

He mirado en Internet. Huevos blancos con pintas marrones. No hay duda, son como los míos. ¡De gorrión! ¡Joder, qué cutre! No he podido evitarlo. Las aves son aves y los gorriones son pájaros. Pero en seguida me he sentido dolido por hablar así de mis propios hijos.

He seguido investigando un poco más. Por su colorido y las cosquillas que ya me hacen en la lengua creo que están a punto de eclosionar, así que he pensado que mañana bajaré a por unas cuantas lombrices. Supongo que podré encontrarlas en cualquier parque. Y también, por cierto, tengo que ir pensando en qué digo el lunes en el trabajo. Llamaré a primera hora para decir que estoy incubando algo. Así, sin más detalles, que ya me da vergüenza mentir.

Es de noche y aquí estoy, metido en la cama, un sábado, arropado hasta las cejas y con la boca cerrada. Esperando como quien espera en los pasillos de maternidad. Primero, a mis polluelos y, segundo, a ver si el becario nuevo o el Centro Nacional de Ornitología me dan una respuesta a esto que me ha pasado. Mi última novieta me dijo: "No te creas tan especial. Llegará un día en que querrás echar raíces y te apetecerá estar tranquilo, en casa, con tu familia y esas cosas. Como todo el mundo". Yo me descojoné en su cara y me pedí otra cerveza.