"La meticulosidad conduce a menudo a la tiranía" (Rudolf Allers)



lunes, 15 de noviembre de 2010

EL HIJO DEL PROFESOR

Me costó mucho soportar el murmullo de la gente durante el entierro de mi padre. Me rechinaba el rozar de los zapatos en la arena, los llantos, las toses y esos cuchicheos, como de colegiales indisciplinados en clase de ciencias. Un santo varón, le encumbró el cura.

Dicen que al día siguiente alguien creyó ver escrito con tiza sobre su lápida negra No volverás a joderme la vida. Cien veces. El chaparrón de aquella noche casi lo había borrado por completo.

Como si fuera un episodio bíblico, lo que en principio fue un amable atardecer se tornó en nubes y en un débil chispear. Las tardes de otoño en la escuela veía caer esas primeras gotas al otro lado de la ventana. El niño que no quería salir del aula para jugar con los charcos ni volver a casa. Me quería quedar allí, en clase, para siempre.

Ser el hijo del profesor no fue fácil. Hubo que sacrificar el balón y la rayuela por el estudio, como el joven que es consciente del don de la juventud y no la malgasta, como los demás. Muchos de los que fueron aquel día al camposanto, a regañadientes, lo sé, pudieron ser mis compañeros de juegos, pero nunca le llegaron a la suela de los zapatos ni a Verne ni a Kipling.

Hoy veo el poso que mi padre dejó en el pueblo y me siento reconciliado con mi propia vida. El camposanto se ha llenado. Todos me han dado el pésame como si en lugar de haberse ido un hombre, lo hubiera hecho un ángel. He sentido cómo la responsabilidad de ser quien soy me ha venido como un traje a medida, como si le estuviera suplantando y los honores fueran para mí. Y es así como he reprimido mis lágrimas, aunque alguna, como es lógico y es lo esperado, sí que he derramado.

Don Basilio, como todo el mundo le llamaba, era una eminencia. En los cafés, en los comercios y hasta en la iglesia. El cura de la parroquia en la que yo estaba de monaguillo me lo repetía a todas horas:

- Santo varón tu padre. Qué buen ejemplo para la comunidad. Qué suerte tienes muchacho, y que buena suerte tengo yo con que te haya traído aquí.

Yo le escuchaba mientras sacaba brillo a las vinajeras. Con sus palabras aún flotando en el eco de la vicaría las levantaba al aire para comprobar que no tenían ni una huella sobre el metal y veía mi reflejo, deformado, de un enfermizo color amarillento.

Yo no seré el próximo profesor, por si alguien está pensando en ello. Aunque he aprendido muchas cosas de aquello de mandar y ser mandado. Cuando algo así ocurre dicen que queda grabado a fuego en tu cabeza. Bien puede grabarse en la espalda, como si fueran los renglones de una lección. Mi lección particular.

En el camposanto se ha quedado esta tarde un extraño sentir, aún más extraño para mí. El cura no paraba de repetir que aquel santo varón había hecho tanto en vida que obligado era que se fuera pronto. Yo le daba la razón una y otra vez.

He pedido a todos que me dejaran salir el último del cementerio. Quería quedarme un rato más a solas con mi padre, el profesor, para decirle algo. Después de un rato, he salido en silencio para ir a casa a descansar en paz.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gusta mucho el recurso de la tiza... y los párrafos cortos, que hacen que me crea al niño que va soltando según va sintiendo, así, divagando, con pocas palabras, quedándose en suspenso ahora en un recuerdo, luego en otro... has reflejado perfectamente el mecanismo de pensamiento relajado, sin más. Y la tiza y la lluvia que ligan todo... por lo menos eso es lo que me ha llegado y me gusta.
Elv